lunes, 5 de septiembre de 2011

Sed






Buenos Aires era un caos, no muy distinto a cualquier otro día, autos, taxis, humo de los bondis, tierra en el aire, ruido, deambulantes, charcos, animales desubicados, vendedores insistentes, caras pegajosas, sudores ajenos, revisteros pornográficos, gente hablando, gente fumando, gente corriendo, gente tomando café, gente comiendo, gente, gente, gente, mucha gente. Jimena era un transeúnte más caminando por las veredas de la Avenida Santa Fe. Había salido del trabajo, sin ganas de volver a su casa y con la urgencia de algo diferente. A su derecha estaba el Ateneo, nunca había entrado, le gustaba leer, pero siempre pensó que los libros eran más caros ahí, ella los compraba en una librería sin nombre que quedaba a la vuelta de su casa. A su izquierda estaba el caos de la ciudad y la calle congestionada, su colectivo no llegaba, decidió entrar en la librería a chusmear.


Cuando entró se encontró con miles de libros a su disposición, se dirigió a la parte de atrás y de repente se le abrieron los ojos como se le abrirían a una niña que se encuentra con que la Barbie con la que juega se ha convertido en persona y ahora es más grande que ella. No lo podía creer, era de los lugares más lindos que había visitó jamás. Era un teatro convertido en librería, lo mejor de los dos mundos, libros y teatro, arte y literatura, luz, mucha luz y en ella un sentimiento de paz y alegría muy distinto, y que jamás había tenido.


Jimena empezó a caminar por los anaqueles cual fantasma, se sentía como uno también, así como el Fantasma de la Opera, nadie la podía ver, nadie sabía que ella estaba allí. De vez en cuando paraba y escogía un libro, ella pensaba que la gente vería el libro flotando y eso le daba gracia, se reía un poquito, porque en realidad sabía que se hacía un cuento en su cabeza, estaba jugando, así era su mundo, se imaginaba cosas y se divertía.

Le encantaban los libros, siempre había querido ser escritora, capaz que ahora lo haría, escribiría, para algún día ser un personaje de esta librería. La vida se le había escurrido, estudió una carrera que no le gustaba, pero que le aseguraba un trabajo. ¿Cómo iba a estudiar para ser escritora? Eso hubiera sido una burrada. Ya tenía treinta y cinco, seguía soltera, se manejaba en un mundo de hombres, no había tiempo para salir y divertirse, con tanta competencia debería mantenerse trabajando sin respiro para llegar a estar on top. Pero ahora veía que podría darse esa oportunidad, hacer lo que ella realmente quería, escribir, crear historias, sumergirse en mundos alternos.

Allí, frente a ella había muchos libros, muchas historias. Agarró unos cuantos libros y se los llevó a ver si encontraba un lugar para ojearlos, cuando se percató de que al fondo había un café, que por suerte no estaba muy lleno, y fue a sentarse en una mesa. Le parecía admirable y de una creatividad exquisita poner un café en el escenario del antiguo teatro. Desde donde estaba podía ver la cuerda del telón y los botones que en otro tiempo se habrán usado para hacer grandes espectáculos. Estar en ese escenario la hacía sentir importante, con ganas de llevarse el mundo por delante. Con una sinfonía que le emanaba de los poros, ella sentía no sólo que hoy era un día especial, sino que marcaba en comienzo de algo nuevo.

Se pidió unas medialunas y un té, en otro momento habría pedido solo un vaso de agua porque nunca gastaba de más, en este café las cosas eran más caras, pero hoy no le importaba. Todavía se sentía invisible, pero ahora con el deseo de algún día dejar de serlo al convertirse en uno de los personajes importantes que desfilaban por las butacas de Ateneo. Quería dejar un legado y que quede plasmado en la 1860 de la Avenida Santa Fe.


Se puso a pensar de lo que escribiría, miraba el ambiente, miraba a la gente, miraba las tazas que llevaba la mesera de acá para allá, pero nada le venía a la mente. Miraba los libros, miraba el piso, miraba sus dedos, tan blancos y viejos, miraba las carteras, el telón, los botones, el telón y el techo. Inventaba nombres, agarraba de los que tenía en su memoria, pensaba en su perro, en la vecina, en su padre, en la niña que dejó caer su yoyo, en la camarera, en el muchacho que tenía al frente, pero no se le ocurrían buenas ideas. Se empezó a sentir perdida, no sabía lo que hacía. De repente se sintió vacía, estaba vacía, no se conocía, no sabía cómo seguir, a donde ir, cómo escribir, cómo hablar, pedir ayuda, y se dio cuenta que su vida carecía de algo, aunque en verdad carecía de muchas cosas y ella no lo sabía.


Su mirada desesperada buscaba por todos los rincones para ver si algo la llamaba, cuando vio un piano de cola sublime, elegante e imponente, y de repente se acordó que al final nunca llegó a aprender a tocarlo. Cuando era adolescente había ido a unas clases, pero al cabo de un tiempo se dejó dominar por la dificultad y terminó por dejarlo. Si había dejado el piano, pensó, debe haber sido porque no tenía las destrezas de un artista y ahora quería escribir, no podría, no sabría cómo hacerlo, no sabía, no sabía, no sabía.


De números sí que conocía, entonces se quedaría con los números, con su trabajo demandante, con su perro, con sus plantas, con sus tés en la cocina, con sus libros de una librería sin nombre, con ser fantasma, con la competencia, con las uñas sin pintar, sin conocer los rascacielos, sin andar de la mano de otro, sin oler las flores que no sean las de una funeraria, con su vida igual todos los días, sin cambiar, igual todos los días, sin mirara atrás, ni a los lados, ni arriba, su vida seguiría igual todos los días por el resto de sus días.


Jimena miró hacia adentro, buscó en todos los recovecos de su ser una razón para ignorar esos sentimientos, pero en vez de calmarse empezó a escuchar la voz de su padre que le decía que lo que estaba haciendo era una barbaridad, que cómo se le ocurriría dejarlo todo por una estupidez como esa, que se moriría de hambre, que la vida había que vivirla sin huirle a los compromisos, que la habían criado para eso, para ser exitosa, para tener más de lo que sus padres jamás pudieron ofrecerle, que les debía al menos eso, una carrera bien hecha, seriedad ante las cosas y no tonterías que no la llevarían a ningún lado, porque en el fondo para escribir, para ser un personaje más de los ánqueles del Ateneo había que tener talento.

Fue imposible, mientras más buscaba, menos razones encontraba para quedarse allí sentada. La incertidumbre, la cobardía y la ansiedad empezaron a llenarle los vacíos. El hambre se le fue, la sed ni se le diga, por lo que ni lo pensó mucho, llamó a la mesera, pagó, tomo a penas un sorbo más de su té, se levantó, agarro su cartera y casi que se fue corriendo. Se fue y dejó todo en la mesa, ni siquiera se compró un libro. Nunca más camino por la Avenida Santa Fe a la altura 1800, evitando no pasar por el Ateneo y enfrentarse con sus deseos, sus anhelos, con su impotencia y la realidad de su vida. Siguió trabajando mucho, día y noche, hasta que llegó a ser la presidenta de la junta de directivos de la compañía para la que trabajaba. Jimena siguió siempre igual, sin nadie a su lado más que su perro, las llaves de su apartamento y sus libros baratos.


Años más tarde, un día de lluvia e inundaciones, Jimena murió en un accidente de tránsito nefasto, y cómo había sido una persona importante en su ambiente y el accidente había sido una tragedia, apareció en la primera plana del diario. Jimena nunca se sacaba fotos, la que tenían en el registro era de cuando la nombraron presidenta de la junta de directivos, justo después de que se había dado cuenta que nunca sería escritora, de que en su mente había fracasado como persona, y esa fue la que pusieron en el diario.


Ese mismo día en el Ateneo había gente como de costumbre, los aficionados al arte y a las letras, y entre ellos había un hombre, ya mayor, que estaba tomando un café y tenía un cuaderno y una lapicera en la mesa. La gente lo saludaba y le pedía que les firmara sus libros. En uno de esos casos, la chica que se le acercó dejó el diario encima de la mesa mientras el firmaba su libro, y como la primera plana del diario siempre era llamativa, el señor la miró y soltó un “Noooo”. Se puso pálido como una hoja de computadora acabada de salir de la fábrica y se quedó así por unos minutos hasta que logró recuperar su compostura. La chica que le pidió que le firmara el libro se sentó al lado de él y espero hasta que se recupera.

-¿Está bien?


-Sí, sí. Perdoname, es que me pareció ver un fantasma.


-¿Enserio?


-Bueno no, no era un fantasma, es la foto de una chica que vi una vez.


-¡Ah bueno! ¿Le pido agua?


-Sí, por favor. Gracias.


La chica que le pedía su autógrafo no le pregunto más, por respeto, pues se veía que el señor lo que quería era llorar. Y lo que pasó es que a este señor sí le pareció ver un fantasma, que hace mucho tiempo había visto en ese café, justo en la mesa en la que él estaba sentado.


Hace muchos años este señor, que se llamaba Juan, era un joven de treinta y siete años, un escritor que estaba enprendiendo su carrera, escribía poemas y cuentos, y aunque no mucha gente lo conocía, tenía a algunas personas que fielmente le seguían el rastro. Una tarde Juan fue a su lugar favorito, el Ateneo, la librería mas cachendosa y más hermosa que jamás había visto. Era su lugar de encuentro consigo mismo, en el café se sentaba y se ponía a escribir.


Aquella tarde, mientras estaba sentado tomando su café, todavía no había empezado a escribir, cuando ve a una chica con una pila de libros sentarse en la mesa frente a él. Había algo en esa chica que le llamo la atención, le recordaba a las sirenas que él se imaginaba de chico cuando leía los cuentos de piratas. Una chica con una mirada perdida, de ojos verdes, con una melena negra larga que le bailaba entre los hombros y en el pecho. Le parecía ver a una diosa. Se quedo observandola un rato, ella no se daba cuenta, y él intentaba disimular para no espantarla, pero no podía dejar de mirarla. Estuvo así otro rato más, le daban ganas de hablarle, de sentarse al lado de ella y saber de su vida, de sus vidas, de hacer una vida junto a ella. Pero la mirada de la chica se empezo a desfigurar, él quería socorrerla, pero le daba miedo imponerse en sus pensamientos.


Decidió esperar a que se calmara o le mejorara la cara para entonces acercarse a ella y tocarle la mano y decirle todo lo que estaba sintiendo. Pero la chica se levanto sin dar ningún aviso y él no se movió, ella empezó a irse y él no se levantaba. Cuando se despertó de su trance y de su inercia ya era muy tarde. La chica se había escurrido entre la gente de la librería tan rápido como sus pies se lo permitieron y el no la pudo alcanzar. El volvió a su mesa, y vio que en la mesa donde había estado ella todavía estaba la pila de libros y una servilleta con palabras tachadas y un mamarracho, escrito en la servilleta estaba el nombre Victoria.


El estaba desolado, no podía entender cómo no le había dirigido la palabra, cómo no se había levantado a socorrerla, a abrazarla, a buscarla, a impedirle que se vaya. Cómo había dejado que su diosa marina le pasará por el lado sin llevarse consigo al menos un poco de su aliento. Compungido, decepcionado, triste y amargado, Juan buscó reanimarse con la idea de que la volvería a ver, en ese mismo lugar, en esa misma semana o la otra, porque él sabía que quien entraba al Ateneo siempre volvía, porque era un lugar para volver. Sin embargo, él no sabía lo que le había pasado a esa chica, no sabía que ella se fue desesperada, loca de amargura y que nunca, nunca, nunca volvería.


Con la esperanza de que algún día se la encontraría tomando un té, Juan volvía todos los días al Ateneo, y mientras esperaba empezó a escribir su primer novela, acerca de una chica que una vez vio en un café y que le arrebato la razón para no devolvérsela jamás. Y siguió escribiendo, todos los días escribía en el Ateneo, intentaba de alguna manera hacer que ella volviera. Y así sus escritos se convirtieron en novelas, 50 novelas, todas sobre aquella mujer que vio una vez y que su torpeza y su cobardía la dejaron huir, fugarse, escaparse, desaparecer y desertar aquella librería para nunca volverla a pisar. Intentando encontrarla por alguna parte del mundo, la hizo reina, princesa, hormiga y criada, y sin saberlo Jimena se estaba convirtiendo en lo que siempre había querido y más, pues ahora no era un personaje sino muchos de los personajes que desfilaban por los anaqueles de la 1860 de la Avenida Santa Fe.

Todo lo que él escribía se publicó y se hizo famoso en el mundo entero. Él, Juan Boscado, el escritor del Ateneo, logró obtener reconocimiento internacional con las historias de amor que Jimena le inspiraba. Y así relato por primera vez ésta historia a la chica que le pedía su autógrafo.


-Wow.


-Sí, viste, esa es Victoria. Ella es mi Laura, mi Marta, mi Beatriz. Ella era la razón por la que escribí todas las novelas que escribí, a ella le debo mi vida y mis ganas de vivir. Y ahora la veo por segunda vez, es ella aquí.


-Ah, wow…pero acá dice que se llama Jimena Dominguez.


-Sí, viste, Jimena, y le queda mejor, es más lindo. Es más lindo porque ahora lo sé. Gracias.


Y Juan Boscado firmo un autografó más y se fue a su casa. Esa noche cuando lo venció el cansancio soñó por última vez, soñó que estaba en el Ateneo y que veía a Jimena por primera vez.